SUPLANTACIÓN

Nadie pudo explicarme con claridad por qué se decidió restaurar la imagen del Sagrado Corazón de Jesús de la iglesia principal de Ypacaraí.

Se habló de pequeñas perforaciones en la parte posterior que comenzaron a preocupar, atribuibles quizás a los infaltables insectos que no distinguen una leña de una obra de arte o de objeto de adoración. Un día simplemente desapareció del pedestal que ocupaba en el altar, cuya sencillez evidenció el vacío de inmediato y pasó también inmediatamente a ser el tema de conversación en el pueblo, pese a que el cura explicó que estaría fuera del templo por poco tiempo, mientras duren los trabajos de rigor.

El encargado de la restauración fue el italiano Giorgio Manfredi, de quien se sabía muy poco, salvo su amistad con un conocido coleccionista de arte.

Al examinar la imagen, tallada en cedro, pudo constatar que su antigüedad era mayor de la que se pensaba y que su origen se remontaría a la época de los franciscanos en Paraguay, algo curioso y hasta paradójico porque el templo de Ypacaraí no fue construido por esa congregación.

Se erigió recién en el siglo pasado a lo largo de varias décadas. Sus paredes sin revocar, inclusive, dan la impresión de que las obras siguen inconclusas.

Con el paso de los años, se perdieron los registros de la procedencia de los íconos del templo. Además del patrono, cuenta con las imágenes de la Virgen de la Victoria, de la Virgen del Carmen, de san Roque González de Santa Cruz y de san Judas Tadeo, recientemente incorporada.

​Según el catálogo que manejaba el restaurador, el tallado podría ser una de las representaciones del Sagrado Corazón hechas en los últimos años de la Colonia, que se habría salvado del generalizado saqueo que se dio en la Guerra Grande y de las garras de lo desenfrenados buscadores de tesoros, que llegaban inclusive a “degollar santos”, buscando joyas en su interior, como el misterioso médico gringo que retrata Augusto Roa Bastos en Hijo de Hombre, que encontró monedas en el interior de un San Ignacio que llegó a sus manos.

Hoy estas imágenes valen por sí mismas.

El tallado de santos era parte del arte sacro cultivado en las reducciones y encontró en los indígenas guaraníes a talentosos artesanos.

No sabemos en qué reducción pudo haberse trabajado el Sagrado Corazón de Ypacaraí, quizás en la última de ellas y más cercana, la reducción de San Blas, de la ciudad de Itá.

La expulsión de los franciscanos en los primeros años de independencia y la falta de documentación dejan este importante cabo suelto.

​Lo cierto es que, ante el descubrimiento de las atractivas características de la representación del Sagrado Corazón de Ypacaraí, el restaurador encargó una réplica de éste, para entregarlo en su reemplazo.

Según se supo después ni siquiera hacía falta restaurar el original, apenas requería algunos trabajos de conservación, por el buen estado en el que se encontraba a pesar del paso del tiempo, siempre implacable.

Corrieron sospechas, además, de que la falsificación estuvo a cargo de un discípulo de recordado artesano Zenón Páez, de quien había heredado su refinada técnica no así su nobleza. A simple vista las diferencias eran imperceptibles.

​Solo la desconfianza del diácono (podríamos llamarlo también intuición o iluminación), hizo que se practique un examen a la imagen apócrifa por otros especialistas, que no necesitaron demasiados estudios para arribar a sus concusiones, porque la madera de cedro, también utilizada en ese tallado seguía fresca tanto como la pintura, de única mano.

Las reacciones iniciales fueron de estupor y pánico, más aún porque el restaurador había regresado a Europa (eso se creía) sin dejar rastro.

Poco después se decidió hacer una denuncia que debía tramitarse con sigilo, para no alarmar a la feligresía o generar respuestas desfavorables en la comunidad.

Kafka pensaba que “no es lícito engañar a nadie, ni siquiera en aras de su salvación”, pero las actividades religiosas debían seguir con normalidad, allanando cualquier obstáculo.

No se llega a dos mil años de historia con vacilaciones. Y como se dice en situaciones como esta: The show must go on.

Si bien la investigación del caso se manejó con la cautela sugerida por los sacerdotes, no pudo evitarse que la noticia trascienda y llegue a nosotros en forma de rumor, de chisme delicioso e incontenible.

Las murmuraciones no se disiparon siquiera con la convincente y repetida negación de los curas. Hay mentiras que a veces se practican en nombre de dios y en bienestar de su pueblo.

El Sagrado Corazón de Jesús de Ypacaraí volvió a ser noticia, recientemente, a raíz de un milagro que se le atribuía: la sanación de una niña clínicamente muerta.

Sus padres se habían encomendado a la imagen y a los pocos días, la enferma comenzó su asombrosa convalecencia hasta recuperarse plenamente. Desde entonces, la afluencia a misa comenzó a incrementarse.

Este milagro al que se sumaba la sospecha de suplantación de la imagen me llevó a visitar la iglesia.

Estaba sentado en el primer banco de la derecha observando el tallado, buscando algún indicio, alguna señal que denote su falsedad (hasta dónde me había llevado la búsqueda de la verdad o el morbo que a veces son lo mismo).

Los colores del manto y del rostro eran vivos, sin duda hicieron un buen trabajo de reparación o imitación, como sea.

Nunca me había fijado en la aureola del Jesús, su diseño sugiere una corona de espinas o mejor, una corona de espinas que se transformó en aureola.

Fue entonces cuando me habló una persona que estaba sentada a mi lado (no me había percatado de su presencia hasta ese momento).

Recordó el caso de la niña que se había salvado contra todo pronóstico y destacó que esos hechos servían también para renovar el compromiso de los feligreses, cada vez más indiferentes y dispersos, sobre todo en estos tiempos donde es más fácil desconfiar de todo lo que no sea demostrable. Aunque más que desconfianza era más nociva la indiferencia.

​Entonces, casi por inercia, le pregunté si estaba al tanto de la supuesta falsificación de la imagen. Él me respondió mirándola: - La fuerza que operó el milagro no está en la madera, ni en su antigüedad. Está en la fe de las personas.

Después se levantó y salió lentamente del templo. Le seguí con la mirada, quise ir tras él, sentí la necesidad de hacerle más preguntas, pero no me animé.

Finalmente era un desconocido para mí.

Me sorprendió su solemnidad y su teatral salida repentina, como parte de un libreto, dejándome más interrogantes: ¿Son en verdad necesarias estas imágenes? ¿Cuál es la falsa? ¿La convertida en mercancía o la que aun siendo ilegítima suscitaba una fe envidiable? Permanecí sentado sabiendo que no hallaría las respuestas.

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