FUÉ UNA NOCHE TIBIA
(Este relato, así como los nombres de los lugares y de los protagonistas que en él se mencionan, son productos de la ficción, por lo que cualquier parecido con la realidad, es pura coincidencia).
Fue una noche tibia, en el mes de agosto de 1988, que ocurrió esto que a continuación se relata... - “¿Dónde estás Ahora? ¡DÓNDE ESTÁS AHORA! ¡Maldita Revolución!”. Así murmuraba, así se quejaba y hasta, a veces, gritaba, doña Eloísa (cuando nadie estaba en la casa con ella), cada vez que escuchaba aquella canción, en su vivienda del antiguo barrio de San Miguel, de la ciudad veraniega de San Bernardino, en el Departamento de Cordillera, Paraguay.
Aquella mujer, de aproximadamente 70 años, aunque era paraguaya, la influencia alemana era muy notoria en sus modales, en su vestimenta, y hasta en sus comidas, pues era viuda de un colono alemán de la zona, con quien estuvo casada por casi 40 años, viviendo a unos 700 metros del emblemático Hotel del Lago, y donde siguió viviendo con su única nieta Isabel, hija de su también única hija, Aurora, ya fallecida.
Su nombre completo era María Eloísa Alarcón Zaracho, y pertenecía a una tradicional familia, proveniente de la antigua población de Yvytyrapé -palabra guaraní que significaría "Camino del cerro", o "Camino que va al cerro", aunque mucha gente cree que podría significar también "Camino del viento", por la confusión de yvyty (cerro) con yvytu (viento)-, lugar conocida hoy como Altos. Su padre era un afamado juglar y cantautor de esa zona, conocido como “Rubito” Alarcón, quien, además de cantar las antiguas canciones populares, también cantaba las que él mismo componía, ya que era también poeta y compositor, y, en esos lugares, eran muy conocidos los compuestos de su autoría.
En el año 1942, Don “Rubito Alarcón” tuvo que mudarse de Yvytyrapé a San Bernardino, con su familia, que estaba compuesta por su esposa Doña Petrona Zaracho (también antigua pobladora de Yvytyrapé, y también integrante de una familia de músicos), y su única hija, Eloísa Alarcón Zaracho (nuestra protagonista), que, en aquella época, era una hermosa joven, de tez blanca, con una larga, negra y sedosa cabellera, que le llegaba hasta la cintura.
Pasaron muchos años desde aquel entonces. Casi cinco décadas… Y esa cálida noche de agosto de 1988, ella -Eloísa- se preparaba para cocinar, lo que sería la cena.
El viento del norte traía hasta la cocina el aroma de las guayabas maduras que caían al suelo ‐algunas casi sin pulpa, por haber sido vaciadas por los "saihovy" ("vestido azul"), avecilla de color azul celeste, conocida también como "chovy"-, y de algunas naranjas podridas que quedaban en el patio de al lado, después de que -por la siestas- los niños seleccionaran las mejores frutas para llevarlas a vender en los otros barrios, casa por casa.
El silencio de la noche era interrumpido de tanto en tanto, por un raro sonido que producía la rama de una planta de "amba’y", movida por el viento, y que rozaba el alero de la casa. O por el repentino y descontrolado ladrido de "Käiser", el viejo perro guardián, de la raza "pastor alemán", que desde cachorro, era la novedad y el temor del vecindario, pues era muy raro ver un perro de ese enorme tamaño.
Muchos eran los patios con plantas de naranjos en esa zona y en esa época, ya que, antiguamente, había un colono alemán de apellido Floss, que compraba toda la naranja que se pudiera cosechar en esos lugares, para la fabricación de vino de naranja, en forma artesanal, pues él mismo se encargaba de la preparación del mosto de naranja, así como de su fermentación y de su trasiego a los toneles, para su almacenamiento. Y es, justamente, a esa pequeña “fábrica de vino de naranja”, a donde vino a trabajar como ayudante don “Rubito” Alarcón, padre de Eloísa, para lo cual se trasladó con toda su familia hasta esa ciudad.
- “¿Qué vamos a cenar abuela? ¿Qué estás preparando?”, preguntó Isabel a su abuela, Doña Eloísa - “Voy a cocinar un guisito de esta cecina, que hace rato tenemos guardada. Voy a preparar con mucha cebolla y con un poco de ajo y comino, como le gustaba a tu finado abuelo Otto”, respondió ella, con una voz suave y casi entre sollozos. - “¿Estás llorando, abuela? ¿Por qué lloras?”, preguntó Isabel, sorprendida y preocupada. - “No… por nada mi hijita. No estoy llorando. Es que estas ramas de "yvyraró" no están bien secas y despiden mucho humo. Pásame, por favor, un poco de agua del cántaro. Tengo mucha sed”, dijo, como queriendo evitar tocar el tema. - “¿Qué raro abuela, las veces que te veo llorar y que te pregunto, siempre me dices lo mismo: ’Este humo me hace lagrimear’. Pero casi todo el humo sale por ese tubo del fogón, y se va para afuera. Y te voy a decir algo, abuela. Ya me di cuenta de algo: siempre que escuchas esa canción, te pones nostálgica y, al final, terminas llorando. ¿Me podrías explicar por qué, abuela? ¿Qué es lo que te pasa?”. - “Ya te dije mi hijita, que por nada, o sea, que no estoy llorando. Y, además del humo, esta cebolla también siempre me hace lagrimear. Y otra cosa, ¿Por qué tendría que llorar al escuchar esta canción tan bella y tan nostálgica?”. - “Eso. A eso me refiero abuela. ¿Por qué te resulta nostálgica? ¿Qué recuerdos te trae?”. - “Bueno Isabel… está bien. Tienes razón. Ya no quiero guardar ni callar esto. Esta guarania tiene un significado muy grande para mí. Nunca quise contar, y nunca conté, por respeto a tu abuelo Otto y a tu madre Aurora. Pero ahora que ya no están ni tu abuelo ni tu madre -y creo que yo tampoco tengo mucho tiempo de vida en esta tierra- voy a contarte un secreto largamente guardado, que todo este tiempo me quemaba por dentro y que, como te dije, nunca, a nadie, se lo conté” excepto a mi finada madre, que Dios la tenga en su Santa Gloria. - Pero abuela… qué tendría que ver el abuelo Otto con esta música paraguaya, si él era hijo de alemanes. Y menos aun mamá Aurora, a quien, según me has contado, nunca le llamó la atención esta guarania, por más que lleve el nombre de nuestro lago. Que a ti te gusten la guarania, la polka y los compuestos, lo entiendo, porque me habías contado que tu padre era músico. Pero al abuelo Otto, y a mamá Aurora, no entiendo por qué…”. - “Y tengo que contarte todo, mi hija, para que entiendas por qué esta hermosa guarania “Recuerdo de Ypacaraí”, tiene mucho que ver conmigo, con tu abuelo y con tu madre…”. “Era en el año 1946. Yo tenía 22 años. Y una tarde, mi padre, Don “Rubito” Alarcón, llegó a casa con la noticia de que su patrón, el Señor Floss, le había cursado una invitación para que se fuera con toda la familia (o sea con mi madre y yo), a una fiesta que organizaba la colectividad alemana esa noche. Esa fiesta se realizaba cada año en un club exclusivamente de alemanes, pero como el año anterior (1945), culminada la Segunda Guerra Mundial, el Estado paraguayo había decomisado todos los bienes y documentos de la sociedad alemana y se prohibió todo tipo de actividades (sociales, culturales, deportivas, etc.), no pudieron organizar la tradicional fiestas en ese club, y tuvieron que organizar la fiesta en otro club muy conocido del lugar, y la tuvieron que hacer entremezclándose con los paraguayos, para enviar una señal al gobierno de que había una cordial y armónica interrelación entre los colonos alemanes y los nativos lugareños. A ese efecto, se cursó también la invitación para esa fiesta, a muchos “paraguayos”, que, en su mayoría, era gente que trabajaba con ellos (como el caso de mi padre).
Mi madre aceptó gustosa la invitación, pues le encantaba acompañar a mi padre, las pocas veces que podían salir juntos. Pero a mí, sinceramente, no me resultaba atractiva la invitación, porque creí que iba a ser una fiesta con música alemana, con comida alemana y con cerveza y vino elaborados también por los colonos alemanes. Y nada de eso me entusiasmaba en aquella época. Pero mi padre logró convencerme, cuando me contó que los que iban a amenizar la fiesta eran artistas y cantantes venidos de la capital, con una larga trayectoria, con actuaciones en fiestas y “veladas”, en Asunción y otros puntos del país.
Así fue que nos preparamos, con nuestras mejores galas, y acudimos a esa fiesta. Y la verdad, debo confesar que fue una muy buena decisión el haberme ido. Porque fue una hermosa fiesta, por toda la organización, con mesas y sillas plegables de madera, con manteles blancos, impecablemente presentados, más todo lo referente a la cena y a las bebidas, ya que -además de la cerveza y el vino de fabricación local- sirvieron unos sabrosos refrescos, también de elaboración local. Pero lo mejor de la noche fue el desfile de artistas, que cantaban con arpas y guitarras. Y todos de muy buen nivel, como me había anunciado mi padre. Pero yo creí que iba a ver en el escenario a personas mayores, con 50 o 60 años de edad, y con sombreros, ponchos, etc. Pero en su mayoría eran cantantes de entre 25 y 35 años más o menos, todos de traje y corbata. Y entre todos ellos había uno que, principalmente, me llamó la atención. Impecablemente vestido de traje negro, camisa blanca y corbata, y que además, hacía de portavoz del grupo, porque hablaba muy bien, tenía muy buena dicción y cantaba como un ángel. Por su manera fluida de hablar, yo pensé que no era paraguayo, pero él mismo, en un momento de su alocución, dijo que era paraguayo, y que estaba muy feliz de volver a su país después de estar algunos años de gira por el Brasil.
El patrón de mi padre, el Sr. Floss, se acercaba de tanto en tanto a nuestra mesa, a preguntarnos si estábamos bien y si no nos faltaba nada. Resultó ser mucho más amable y agradable de lo que yo me imaginaba. En esa fiesta nos encontramos también con unos tíos y unas primas, quienes. a su vez, vinieron invitados por sus respectivos patrones.
Transcurrieron las horas y aquella excelente velada artística, iba llegando a su fin. Y lo que a temprana hora era para mí una tibia noche, ya se iba volviendo muy fría, ya que no llevé ningún abrigo para el regreso. Felizmente, cuando nos estábamos retirando, nos encontramos de nuevo con mis primas, y una de ellas, Estela, me ofreció su abrigo, ya que ella llegaría muy pronto a su casa, que estaba muy cerca del local donde se realizo la fiesta.
Y así, volvimos muy contentos a casa, comentando lo bien que hemos pasado, y escuchando toda clase de comentarios de mi padre, sobre las canciones y sobre los artistas.
A la tarde del día siguiente, habrá sido como a las 17:00 hs. más o menos, fui hasta la casa de mi prima Estela, para devolverle el abrigo que me había prestado, y para hablar con ella sobre la fiesta de la noche anterior, y para preguntar si era cierta la versión de que esa noche actuarían de nuevo los mismos artistas de la noche anterior. Y cuál fue mi sorpresa que, al pasar frente al Hotel de los Weiler, lo veo allí justamente al hombre que, la noche antes, estaba impecablemente vestido y de hablar fluido y elegante. Sin darme cuenta, y sorprendida por la situación, lo miré con cierto detenimiento. Y él aprovechó ese momento para saludarme, inclinando levemente la cabeza a un costado y esbozando una sonrisa entre tímida y galante. O por lo menos a mí me pareció así.
Asombrada (y un poco maravillada) por la situación, no pude hacer otra cosa que sonreír, y seguir caminando, como si no pasara nada. Cuando llegué a la esquina, antes de girar, traté de mirar disimuladamente, para ver si él seguía estando frente al hotel, y si me seguía mirando. Y, casi asustada, vi que me venía siguiendo y que estaba a muy pocos metros de mí. Sin saber qué hacer, comencé a apurar mis pasos hasta la casa de mi prima. Al llegar a la casa de mis tíos, pregunté si estaba mi prima Estela. Y mi tía me contó que acababa de salir con una vecina a comprar unas masas y bollos, para ir a merendar a la casa de otra amiga, y que seguramente tardaría como una hora o más. Entonces le dejé el abrigo para que se lo devolviera a Estela, con los agradecimientos del caso, y salí de nuevo para volver a mi casa. Y allí en la esquina estaba de nuevo ese hombre. En cualquier otro hombre me hubiera molestado mucho esa actitud, pero ese hombre tenía una sonrisa cautivante, unos modales distinguidos y elegantes, y una forma de hablar serena, clara y respetuosa, que lo hacía especial. - “Hola… Buenas tardes”, me dijo, con esa misma vos que tanto admiré la noche anterior. - “Hola”, le dije, y seguí caminando, sin decidirme si hacerle creer que estaba molesta por su osadía de seguirme y esperarme, o demostrarle que estaba muy feliz y emocionada por haberlo hecho. Opté por mirar el suelo un rato, y luego lo miré y le sonreí, ya más tranquila. - “Gracias por saludarme. ¿Puedo caminar a tu lado?”, me dijo, y me acompañó, como si se lo hubiera autorizado. “No conozco a nadie por aquí, porque ayer vine de Asunción para una fiesta, y estoy hospedado allí en el hotel”, me dijo, como si yo le hubiese preguntado. - “Sí, ya sabía…”, le dije. - “¿Sabías qué cosa?”, me preguntó sorprendido. - “Y que venías de Asunción, y que estabas en la fiesta anoche. Yo estuve en la fiesta y te escuché cantar. Y te confieso que me gustó mucho tu actuación y tu forma de hablar”. - “Dios mío, qué privilegio”, dijo un poco exagerado y mirando al cielo. - “Por qué privilegio”, le respondí, algo emocionada con su comentario. - “Y es un privilegio para mí, siendo un extraño, y estando solo por estos lugares, que a una muchacha tan bonita como tú le haya gustado mi canto y mi forma de hablar. ¿Y cómo es que te gustan las canciones tradicionales paraguayas? Pensé que a tu edad te gustarían solamente las músicas más modernas, con orquestas…”. - “Es que mis padres escuchan mucho ese tipo de canciones que ustedes cantaron anoche. De hecho a mi padre también le gusta cantar y tiene algunas que él mismo compuso. A veces me pide que cante con él. Pero sí, siempre escuchamos y cantamos las canciones de algunos compositores que él suele nombrar, pero que ahora no recuerdo”. - “Y cuáles son esas canciones que cantan con tu padre? ¿Me podrías cantar una partecita? Tal vez yo también las conozca…”. “Y las que ahora recuerdo, por ejemplo, son “Ma’ẽrãpa reikuaase”, “Che lucero Aguai’y”, “Che la reina”… muchas son”. - “Sí, las conozco. ¿Y podrías cantármelas algunas?”. - “Y la verdad que si me pongo a cantar aquí por la calle, la gente diría que estoy loca”. - “¿Y si nos vamos a tu casa, o a alguna otra parte? Me hubiese gustado invitarte a cenar en el restaurante del hotel en el que estoy, pero esta noche tengo actuación otra vez”. - “Noooo. A mi casa no te puedo invitar. No creo que le guste a mis padres. Y al hotel no puedo ir. ¡Dios mío! Lo que dirían los vecinos… ¿Y a qué hora empieza tu actuación esta noche? - “Para las 20:30 tenemos que estar todos en el local”. - “Entonces tenemos un poco de tiempo, por si quieras ir a caminar por la orilla del lago. Conozco un lugar muy tranquilo, donde suelo disfrutar de los más bellos atardeceres, aquí cerca, a orillas lago Ypacaraí”, le dije en un arrebato de audacia, y como de no querer perder esa oportunidad que tenía, de haber encontrado -por fin- alguien que me gustara en todo sentido. Era lo que podría llamarse amor a primera vista”. - “Claro que sí quiero ir”, me dijo, y nos dirigimos hacia el lago. “Caminamos por la todavía tibia arena de la playa. Le fui cantando las canciones que yo conocía y que él me había pedido. Después, nos quedamos sentados sobre el tronco de un sauce que se había caído, y que estaba rodeado por un hermoso pastizal. Congeniamos tanto en tantas cosas, que parecía que lo conocía desde siempre. Allí estuvimos como dos horas o más. Hasta que una enorme luna, con sus rayos de plata, que iluminaba nuestro lugar, me recordó a mí que tenía que volver a casa, y a él que tenía su actuación. Fueron los momentos más felices y más sublimes que he pasado como mujer. Su trato fue muy cariñoso, y se portó como un caballero. Al día siguiente, a pedido suyo (y con mucho gusto de mi parte) nos volvimos a ver a la misma hora, y en el mismo lugar. Parecía que el mundo no existía para nosotros. Además, me advirtió que al día siguiente él ya partiría de nuevo hacia la capital. Pero con la promesa, y hasta con el juramento, de que volvería junto a mí muy pronto, para oficializar lo que en esos dos días, idealizamos e iniciamos, sin pensarlo y sin medir las consecuencias.
A la mañana siguiente, fui hasta frente al hotel, para despedirme de él, “alrededor de las nueve”, como me había dicho. Esperé un buen rato y, como no había ningún movimiento, pregunté a una señora que arreglaba el jardín, si sabía a qué hora viajaban los artistas de Asunción que estaban hospedados allí. La señora, sin imaginarse lo importante que era para mí la situación, me respondió -casi sin mirarme- que ya habían partido temprano, como a las 07:00 hs.”. Mi tristeza y mi desazón fueron tan grandes que no recuerdo cómo volví a mi casa. Lo único que recuerdo es que, al llegar, mi madre me preguntó si qué me había pasado para tener esa cara de angustia. “Nada, mamá”, le dije y traté de olvidar todo. Tanta fue mi decepción que, al día siguiente acepté a tu abuelo Otto, como pretendiente, ya que hacía meses me venía pidiendo que sea su novia. Pasaron los días y pasaron los meses. No volví a tener noticias de él. Unos meses después (1947), se desató una terrible guerra civil, se suspendieron toda clase de actividades sociales y artísticas. Menos esperanzas tenía yo de volver a verlo.
Varios años después, en el año 1971, se anunció la realización de un gran festival en la ciudad de Ypacaraí, y anunciaron que iba a ser homenajeada esa persona a quien tanto había esperado y a quien tanto anhelaba volver a ver, pero a quien ya no podía ni mencionar, porque yo ya estaba casada con el abuelo Otto.
Unos años después, me enteré también de su fallecimiento en Buenos Aires. Y eso, en vez de ser como el fin de mi angustia, fue como si una parte de mí se moría con él. Me hubiera gustado poder despedirle con un último adiós, pero no pude, como tampoco pude aquella vez, en 1946.
Por eso es que -antes de su fallecimiento- yo siempre escuchaba con nostalgia y con mucha emoción esa canción, porque relata y describe perfectamente todo lo que yo pasé con él, esos días que él estaba por San Bernardino. Pero, desde que me llegó la noticia de su fallecimiento, no puedo contener las lágrimas, cada vez que la escucho.
-Bueno abuela… ahora entiendo el motivo de tus lágrimas. Y entiendo también por qué nunca comentaste nada con nadie. También entiendo por qué el abuelo Otto no debía enterarse de todo lo que me contaste ahora.
Pero hay una cosa que no entiendo abuela: ¿Qué tiene que ver mi madre en todo eso? ¿Por qué decís que ella también está involucrada en esta historia?
-Perdóname mi hijita, pero ya son muchas emociones juntas y estoy muy triste y cansada. Vamos a cenar y a dormir ya. En otra ocasión te voy a contar cómo es que tu mamá forma parte de esta historia…
Fin