DESTINO DE PIEDRA
Mateo 4:3-4
Aquella noche, Germán estuvo sentado hasta muy tarde frente a su casa, cercana a la vieja cantera de Ypacaraí. Mariana avisó que no iría, pues, estaba esperando a uno de los empleados de la colchonería, un cliente generoso de frecuencia semanal, que debía cuidar. Un tanto frustrado y sin poder dormir salió a contemplar el vaivén de los vehículos, que iba mermando poco a poco, al igual que su botella de caña, la segunda que apuraba.
El calor había contribuido con el insomnio. Su única habitación, de paredes hechas con ladrillos huecos sin revocar y techada con chapas de zinc, las que calentadas con el sol inclemente del trópico, todo el día, aportaban una atmósfera irrespirable. Sudaba sin parar empapándose la camisa, que se le pegaba al cuerpo; quiso quitársela pero sería una mejor presa para los mosquitos que sonaban hambrientos en la penumbra. Trató de acostarse pero estaba visto que el sueño no vendría fácilmente, cuanto más vueltas daba en la cama más incómodo se sentía. El calor no cejaba, tampoco los mosquitos, que le rozaban el rostro, le punzaban los brazos y los pies o volaban cerca de sus oídos, profiriendo un sonido amenazador, cada vez más estridente.
Si por lo menos un ventilador tuviera podría alejarlos de ahí y descansar. Su roñosa sábana, con el sedimento de polvo de días enteros, también se le estaba pegando al cuerpo. Así fue que decidió levantarse y salir.
A la vera del camino encendió un cigarrillo, mientras se quejaba de no poder escapar de ese día que, como todos los anteriores, había sido arduo.
Se ganaba la vida vendiendo piedras para revestimiento de muros y columnas, que extraía de la cantera cercana (que pese a no ser explotada como en otros tiempos, seguía dando sustento a los pobladores vecinos).
Mañana tendrá que acudir, nuevamente, con mazo y cincel a quitar del cerro piedra tras piedra. Aguijoneando como los mosquitos –pensaba Germán- sólo que estas rocas no sienten nada, y aún así nos permiten conseguir el pan. Pero no habría que esperar más, sólo alimentarse y no demasiado ni siempre. ¿Acaso el hombre debía ambicionar únicamente eso, apenas comer? Hastiado, decidió salir a caminar.
Aunque estaba un poco mareado por lo que había bebido, salir a tomar un poco de aire le hizo sentir mejor. Se dirigió hacia el almacén del viejo Zárate a procurarse algunas rodajas de fiambre y algo de pan francés, para disipar el apetito que de repente se hacía sentir con puntadas en el estómago. No halló a nadie en el camino y el almacén estaba cerrado, fue cuando se dio cuenta de lo avanzada de la hora. Era ya medianoche.
Con dos largos tragos terminó su segunda botella de caña y se sentó nuevamente a la orilla del camino a fumarse otro cigarrillo, no tenía muchas ganas de volver a su casa y no había otro sitio a donde ir, parecía que en la zona era el único que aún estaba despierto.
Entonces, le pereció ver en la entrada de la cantera una tenue luz, como una llama, que contrastaba con el contorno obscuro de las piedras. Pensó primero que se trataría de alguna fogata pero no vio nadie cerca. Se aproximó al sitio, movido por esa curiosidad que suele alimentarse del aburrimiento, y confirmó que no había nadie allí, ni siquiera aquel fulgor que había llamado su atención, quizás fue sólo producto de su imaginación, de su mente cuya lucidez estaba enturbiada por el alcohol y la fatiga. Quedó mirando el agua que se había acumulado en el centro del cerro, que parecía más bien un profundo cráter, horadado por años de explotación. Quedaban sin embargo unas paredes de piedra, de unos cincuenta metros de altura, que en forma de herradura rodeaban a la pequeña laguna, de aguas quietas y negras por el reflejo de un cielo sin estrellas. Esa laguna, según cuentan, se había formado cuando las excavaciones en la cantera llegaron hasta una vena subterránea que inundó el lugar, tendría uno quince metros de profundidad.
Estaba escrutando el contorno, que conocía con lujo de detalles y en el que podía orientarse inclusive en noches obscuras como esa. La luna menguante apenas podía asomarse entre las nubes que la cubrían casi por completo. Volvió la vista hacia su izquierda y la luz apareció otra vez, pero en un lugar diferente, esta vez se encontraba hacia el camino que bordeaba el cerro y llevaba a la cima, por detrás de las paredes de piedra. No dudó en entender que aquello era un mensaje para él. Algo estaba llamándolo. Quizás la fortuna, que tantas veces le fue esquiva, estaba tan sólo a un par de pasos suyos. Inmediatamente su curiosidad se atizó de entusiasmo y se dirigió hacia aquel pequeño resplandor que, nadie podría dudarlo, lo estaba guiando. De momentos se esfumaba para luego aparecer más allá, como indicando un sendero. Germán no sintió temor alguno, caminada con el coraje que la caña suele insuflar a sus adeptos pero con las dificultades para equilibrarse, propias de la embriaguez.
El camino que llevaba a la zona alta, hacia donde aquella luz indudablemente se dirigía, estaba limpio de malezas, mantenido en buenas condiciones por el continuo trajín de los picapedreros, ciertos turistas y los fumadores de marihuana que esporádicamente concurrían allí, buscando refugio de la mirada indiscreta y acusadora de los vecinos de la ciudad y de la policía, que no los molestaba por saberlos inofensivos.
Las ideas se agolpaban una tras otra en la convulsionada cabeza de Germán. Rememoró aquellas historias de entierros que tantas veces escuchó en su infancia, vestigios áureos de un mejor pasado, que la guerra grande sepultó y todavía seguían hallándose a pesar del tiempo transcurrido.
Verdaderos tesoros rodeados de numerosas supersticiones, entre ellas la que aseguraba que sólo los elegidos podían disfrutar de ellos. Cualquier otro que llegase a encontrarlos, sin ser la persona escogida por los custodios del tesoro (que generalmente eran las almas de sus antiguos propietarios, todavía en pena, en la espera de derechohabientes de su agrado), podría perder el sentido y hasta la vida. Hay muchos casos al respecto ¿No era acaso él un elegido? Estaba siendo guiado por una luz que, a esa altura de las circunstancias, consideraba mística. Sentía que estaba transitando el camino a su redención, que desandaría siendo una nueva persona, alejada de la miseria. Tenía poco más de treinta años pero la vida había sido muy severa con él y tal vez por eso aparentaba más edad, su piel estropeada por el sol y la mala alimentación, daban esa impresión.
Sentía que su suerte estaba empezando a cambiar y que ya no tendría nunca más que volver a golpear esas piedras para sacarle migajas. Podría iniciar una nueva vida lejos de ahí, sin tantas privaciones, y ofrecerle a Mariana algo más que una habitación pestilente. La llevaría consigo, donde nadie la conozca y sepa de su lúbrico trabajo, también obra de este caprichoso destino que nos hace tan desiguales. Sí, también a ella la liberaría de todas las humillaciones que seguro tenía que soportar. En verdad estaba siguiendo la senda que lo llevará a deshacerse de su agobiante realidad. Volvió a recordar a los fumadores de marihuana que tenían en esa pequeña cresta de piedra un espacio de libertad, de evasión, aunque sea temporal. Él mismo tantas veces recurrió a la caña para escapar del cansancio o simplemente para tratar de dormir un poco, sin sentir el sofocante calor y el asedio de los mosquitos. Ahora, sin embargo, estaba a punto de llegar a su emancipación definitiva.
Absorto como estaba en sus cavilaciones (o más bien en sus anhelos), llegó a la cima sin notarlo. Dio por hecho que aquel destello estaba ahí para guiarlo y lo siguió sin vacilación, por un trecho de cien metros. Una vez arriba notó que la luz se escurrió en una de grieta, cercana al despeñadero, a la que se acercó sin poder ver nada a causa de la obscuridad, que trató de iluminar con la lumbre de su encendedor, sin llegar a ver nada. Miró también a su alrededor para asegurarse que no lo había seguido nadie, de pronto sintió temor. Nos sea que le arrebaten el tesoro que estaba apunto de alcanzar. Volvió a sudar profusamente, enjugándose la frente con el puño de la camisa.
La hendidura era muy estrecha. Arrodillado trató de introducir un brazo pero no lo consiguió. ¿Cómo lo habrían llevado hasta ahí? ¿Cómo haría para sacarlo? Frenético como estaba tras el tesoro, que súbitamente se había cruzado en su camino, no reparó en que el pedregullo estaba hiriéndole las rodillas. Cuando trató de incorporarse y buscar alguna vara que pudiera ayudarle con el cateó, resbaló.
Estaba próximo al barranco que no halló a que sujetarse y se precipitó, sin poder reaccionar, impactando primero contra la pared de piedra para luego caer en las quietas aguas de la laguna, que estallaron estrepitosamente con el peso del cuerpo inerme de Germán. Falleció instantáneamente con el golpe que le produjo la caída, sin agonía alguna.
No tardaron en hallar el cuerpo. Las especulaciones sobre las causas de su muerte se iniciaron también sin dilación. La versión más extendida y aceptada por los vecinos fue la del suicidio. La Policía y el Ministerio Público, asimismo, descartaron un eventual homicidio, por la ausencia de indicios al respecto.
Cuando le pregunté sobre esta última hipótesis al viejo Zárate, en cuyo almacén confluían todas las informaciones del barrio, me respondió sin dar muchas vueltas: ¿Quién querría asesinar a una persona como Germán? Nunca hizo mal a nadie y, a decir verdad, tampoco sirvió de mucho a la gente. Las personas como él no tienen enemigos fuera de sí mismo.