El Piano de Madame Lynch.

La Guerra Grande, la colosal tragedia americana que liberó odios y sembró resentimiento entre pueblos hermanos, tiene también sus episodios surreales. Uno de ellos es el quijotesco enfrentamiento entre canoas y acorazados, que aumentó la cuota de heroísmo sin que la aguja de resultados de la contienda se moviera.

Otro, menos celebrado, es el lujo que rodeó a la presencia de madame Lynch en el frente, donde acompañó siempre al Mariscal. Algo de verdad hay y mucho de mito, elegantes vestidos, finos licores, carruajes, fiestas en medio de pantanos y carrizales y hasta un piano, omnipresente.

El estilo de vida de la Madama contrastó siempre con la sencillez y austeridad de la sociedad paraguaya, que lentamente trataba de salir de su secular aislamiento. Cuando llegó al país, entre sus pertenencias trajo un piano, que lo ejecutaba con destreza en tertulias, fiestas y recepciones a visitantes extranjeros en las que era divertida anfitriona

Iniciada la guerra se trasladó a Paso de Patria, donde el Mariscal asentó el primero de sus cuarteles en el frente. Dejando en la capital su entrañable instrumento, aunque algunos historiadores, entre ellos los irlandeses Michael Lillis y Ronnan Fanning, aseveran que ella lo llevó al sur, donde debió contrastar con la precariedad de los campamentos y la miseria de los hospitales de sangre, aunque habrá sido valioso para amenizar las reuniones familiares en esos interminables días en la sencilla casa que ocupaban, con un jardín colmado de claveles y rosas. En el horizonte, el fulgurante rio corría eterno e indiferente marcando el umbral del país.

Siguiendo esta hipótesis, no avalada por documentos oficiales, el piano tuvo que haberla acompañado en la odisea de retirada de las fuerzas nacionales hasta Itá Ybaté, periplo en el que se incluyen el sigiloso cruce del rio Paraguay en canoas, bajo las narices de los monitores brasileños, y el penoso éxodo por el chaco formoseño, entonces territorio paraguayo, sorteando a caballo decenas de esteros, plagados de serpientes, yacarés y todo tipo de alimañas. No habrá sido sencillo cargar con un instrumento de esas características en tan precarias condiciones, pero ¿quién se hubiera atrevido a recomendar dejarlo?.

Una versión distinta es la que sostiene que el piano se había quedado en su residencia en Asunción, ubicada en la intersección de las calles Mcal. Estigarribia y Yegros, donde después funcionó la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional. En alguna fugaz visita, que se habría dado en los intervalos de las batallas, Elisa Lynch aprovechó para ofrecer alguna fiesta con improvisadas orquestas que incluyó su partición como pianista, ante la curiosa mirada de la muchedumbre capitalina. Así lo imaginó Juan Bautista Rivarola Matto en su Diagonal de Sangre.

Renovadas las hostilidades y superadas las defensas de Humaitá, se decretó la evacuación de Asunción y el traslado de la capital, primero a Luque y después a Piribebuy. Unos pocos soldados, con los documentos del Archivo Nacional y otros bienes públicos, transportaron también el piano de madame Lynch, por los irregulares caminos que bordeaban el lago Ypacaraí y las escarpadas sendas de las cordilleras. Allí lo volvió a encontrar la compañera de López, luego del milagroso e inexplicable escape de los restos del ejército paraguayo en aquel fatídico diciembre de 1868, donde militarmente se perdió la guerra.

El Mariscal reorganizó sus fuerzas con los pocos recursos humanos y materiales a su alcance, asentándose en zona de Azcurra, en cuyas alturas estableció una estratégica defensa que, como la célebre Línea Maginot, tuvo que ser bordeada por las tropas enemigas para llegar hasta Piribebuy, donde se libró la sangrienta batalla del 12 de agosto de 1869. El conductor del ejército nacional y su familia tuvieron que volver a escapar a prisa y, por lo mismo, con desorden, dejando muchos objetos de valor que cayeron en poder de los aliados, entre ellos los documentos oficiales que fueron llevados al Brasil como trofeo y que hasta hoy no han sido devueltos en su totalidad. El norteamericano Thomas Whigham nos cuenta que, concluida la batalla en la tercera capital, el futuro Vizconde de Taunay ingresó a la vivienda que había ocupado Elisa Lynch antes de su evacuación y hechizado por el reluciente piano, que había quedado ahí, se sentó a tocarlo mientras sus soldados saqueaban todo lo que tenía algún valor e incendiando el resto.

Otros, con una ficción más audaz han hilvanado historias en las que el piano siguió en poder de madame Lynch, inclusive en el tramo final del calvario y solo ante la imposibilidad de seguir transportándolo sin poner en riesgo la dificultosa marcha hasta el holocausto, el Mariscal habría ordenado que lo entierren en algún paraje del Amambay, que después sería conocido como Isla Madama, donde ella tocó el instrumento por última vez en un improvisado concierto, interpretando piezas de Franz Liszt, mientras los soldados terminaban la fosa en la que serían sepultadas también las escasas esperanzas y el recuerdo de los buenos tiempos. Una versión similar es la que da cuerpo a la obra teatral Isla Piano. Claro que la literatura no debe estar atada a la realidad, algunas veces la oculta para aliviarnos de ella y en otras la inventa, ante la necesidad de respuestas.

Una historia menos conocida es la que puede leerse en unos manuscritos que se le atribuyen a José Falcón, versión que me lo confirmó Feliciano Azcona, antiguo poblador de la compañía Pedrozo de Ypacaraí que me acompañó a mediados de los noventa a conocer las trincheras de Azcurra.

Según este relato, el piano había sigo sacado a tiempo de Piribebuy y llevado a esa zona, con la expresa orden de enterrar o destruirlo en caso de que cayera aquella plaza, para evitar que termine decorando o animando fiestas en los salones de Rio de Janeiro o Buenos Aires. Así fue que, a mediados de aquel agosto sangriento y cruel, fue sepultado junto con un cúmulo de cadáveres, en una fosa común abierta en el cementerio de Pedrozo, que se había habilitado recientemente ante el incremento de muertes, por heridas en combates y por las enfermedades que fueron más letales aun que las balas enemigas.

Don Feliciano recibió este relato de labios de su abuelo, uno de los encargados del entierro, a quién había impresionado el brilloso lustre del instrumento, que no evidenciaba su extensa travesía, en la que se expuso al polvo de los caminos, a la humedad de las ciénagas y a los sables de ramas o los arañazos de los espinos que debieron sortear, limpiando senderos a machetazos.

Por supuesto, no faltó quienes llegaron a especular que con el piano fueron enterrados, asimismo, parte del tesoro de la Madama. Por eso, apenas terminó la cacería del mariscal con su muerte en Cerro Corá se lanzaron a buscarlo, sin más resultado que decenas de cráteres y la profanación de numerosas tumbas, y con la secuela de alguna que otra maldición.

No quedó registro de la ubicación exacta o siquiera aproximada del entierro y después, el tiempo se encargó de borrar las huellas restantes, fiel a su tarea de dejar atrás el pasado.

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