Sapukai Pyharepe
Este relato es parte de nuestro patrimonio familiar. Llegó a nosotros a través de lo narrado de mi padre y mis tios en mil y una noches, sin sumarle más que algún detalle a lo ocurrido hace más de cincuenta años en el populoso barrio Santa Rosa, sobre la vertebral calle 14 de mayo, en el tramo entre Cabañas y Sargento Duré, en este barrio que es cuna de arqueros según el querido Isaac Villalba, en ese tiempo cuando mis tíos jugaban en sus calles aún sin empedrar a la mágica pelota, según cuentan el único que tenía el esférico era el tío Hugo Molinas; por cierto también arquero y sobrino de la tía Marciana; dueña de una chipería en la cual trabajaba abuela Sebastiana (Ña Seba), decían que no eran las chipas más ricas del pueblo, sino las más ricas del país.
Según cuentan a veces jugaban en una canchita detrás de la casa del famoso Capitán Keró Pérez para deleitarse con las riquísimas guayabas que abundaban en dicho lugar; que servía de merienda y cena. Si en una de esas se corría el rumor que de cena habría tortillas, el partido se volvía sangriento, con alma y vida se disputaba a cada pelota.
Pero al llegar la noche otra historia se asomaba, pues la energía eléctrica proveída por la antigua fábrica de los Vargas Peña se cortaba a ciertas horas, que no supieron decirme, pues la memoria ya no es la misma.
Entonces la oscuridad y el silencio se adueñaban de todo y es aquí donde empieza la historia de mi extinto abuelo Rogelio Zelaya, el popular Fariña’i, pues su apellido en tiempos mozos era ese, hasta que su padre oriundo de Luque le dio el apellido Zelaya.
Don Rogelio Zelaya era mecánico dental uno de los pocos de toda la comarca (hetápe omo hãi pyahu) fanático triunfista pero también dueño de una de las más terroríficas historias de la ciudad.
Una de sus debilidades aparte del futbol era la más espirituosa de las bebidas destiladas que al llegar el ocaso el degustaba; cuando la poderosa caña paraguaya hacia efecto se sentaba en un cobertizo detrás de la casa y se lo escuchaba gritar hacia el patio trasero, baldío en ese entonces cuentan, sus gritos eran desafiantes: ejupy nde karai, nakyhyjéi nde hegui nde mba’e vai, rojukata, ejupyyy... Lo más escalofriante es que de la nada le respondían cascotazos o pomelos golpeando las paredes de adobe o el techo de la casa donde dormían mi abuela y sus niños, dormían era un decir, pues en época de verano dormían en una piecita y en catres hasta entre tres (pobre del que duerma en el medio).
Cuentan los tíos que cuando ocurría el desafío entre mi abuelo y aquel fantasmagórico ente nocturno, ellos se tapaban los oídos y aun así escuchaban como cacareaban asustadas las pobres gallinas de mi abuela y a veces parecían que caballos corrían alrededor de la casita, furiosos, mientras seguían los gritos desafiantes de mi abuelo, mientras el llanto de los niños hacía de contra dúo los gritos.
Tal fue el caso, que corría allá por el año 1964 según tío Pepi Zelaya, que una noche mi abuelo salió del mítico y tan encumbrado Bar Totín para dirigirse a la casa (unos 50 metros). El dueño le dice amoite nde róga, pe luz michi’i oĩhápe, pero jamás llegó a dicho lugar, entonces empezó la búsqueda.
Ya al hilo del amanecer siguiente, un transportista de rollos lo halló tirado en medio de la ruta, en forma de cruz, justo en medio de los dos carriles a la altura de la entrada del Colegio Don Bosco en el km 35, totalmente golpeado, casi desangrado y con una herida desgarrante en la pierna izquierda, como si un animal furioso lo hubiera atacado; a pesar de no ser diabético ni nada por el estilo, esa herida al pasar de los años, nunca sanó hasta su muerte, desde entonces cesaron los gritos de mi abuelo, pero los golpes y los cascotazos en el techo seguían hasta que el día final de Don Zelaya llegó y partió al campo santo en medio de una copiosa lluvia.
¿Mito? ¿Verdad? Todo quedó en la noche de los tiempos y en el recuerdo de mis seres querido.
Dedicado: a mis abuelos, a mi amado hijo Paulo Daniel y a mi bella prima Raquelita.