LA PUERTA QUE NO SE ABRIÓ A TIEMPO
A Rubén Rolandi
La primera vez que escuché esta historia fue en la primaria, cuando promediaban los ochenta.
Todas las versiones que conozco no coinciden en cuanto a la fecha en la que habría ocurrido, por eso es mejor omitir ese dato.
Me lo refirió César Rolón, un compañero de clases, que residía en la compañía Arroyo Estrella distante a cuatro kilómetros del centro de Ypacaraí.
Para nosotros, la ciudad se circunscribía a las escasas cuadras del casco urbano.
Alguna vez nos aventuramos a llegar hasta la conejería, ubicada al final de la avenida El triunfo, que para nuestra exigua experiencia era el límite del mundo conocido. Más allá reinaban la mitología y lo fantástico, caminos de tierra abrazados por frondosos y añejos árboles, con cruces sembradas en sus costados como testimonio de antiguos ajustes de cuenta.
Precisamente hablaré sobre uno de ellos. En un almacén de la zona, donde los vecinos se juntaban a compartir algún vaso de caña y turnarse en el uso de una gastada mesa de villar de paño rasgado en mil partes, por el etílico manejo de los tacos.
A causa de los siempre inquietantes celos, Santiago Acuña y Gaspar Ocampo discutieron en el epílogo de una calurosa jornada que derivó en una pelea con cuchillos y la muerte inmediata del último, en el entrevero inopinado y letal.
Doña Castorina, la madre de Gaspar, por entonces ya viuda, trató de entender lo ocurrido y perdonar al asesino de su hijo, pues finalmente se dio en una riña y eso era cosas de hombres.
El estrecho brazo de la ley permitía que los agravios se salden personalmente, con frecuente impunidad. Sin embargo, la casualidad que a veces suele ser desgraciada los juntó en el cementerio.
Ella había ido a visitar la reciente sepultura de su primogénito, con la tierra todavía fresca y él, hasta ahora nadie sabe a qué diablos fue y sus motivos hoy carecen de importancia.
Cuando César me relató este encuentro, hablaba como un testigo presencial por la filigrana de detalles que exponía, pero es sabido que estuvieron únicamente ellos.
Santiago, al ver a la desconsolada madre de Gaspar, decidió alejarse, no sin antes saludarle con un rostro de inconfundible satisfacción por el desenlace de la gresca. Doña Castorina sintió en esa mirada toda la humillación y la burla del universo y casi se rompió varios dientes de tanto apretarlos, a punto del desmayo, por la rabia se quedó con la mirada perdida hasta que llegó el hijo que le quedaba, Marcial.
Apenas se encontraron le apercibió diciéndole que si él no vengaba la muerte de su hermano, lo haría ella misma
Marcial Ocampo también quería limpiar la afrenta familiar, así que tomó la admonición materna como un mandato sagrado y decidió ejecutar la venganza sin dilación.
Aunque Santiago se sabía amenazado también por las pesquisas policiales, como era de esperar tras un crimen, no huyó. Ni siquiera se recluyó en su hogar, siguió merodeando por la región, actitud que los Ocampo tomaron como un nuevo desafío.
Así fue que al final de una de esas tardes, Marcial fue a buscarlo. Sin el menor de los cuidados y sin tramar una celada, registró los lugares comunes, interrogando a todos los vecinos, quienes a su vez advirtieron al homicida de la amenaza en ciernes.
Santiago por fin entendió que no podía permanecer ni un minuto más ahí, y decidió huir siguiendo el camino que lleva a la ciudad, sin despedirse de nadie y sin preparar nada, ya no tenía tiempo.
El acceso a la compañía Arroyo Estrella era conocido también como el camino de luisón porque su trayectoria, pasando por la erosionada calle conocida como zanja soro (calle Bernardino Caballero), se conecta con el cementerio de la comuna.
Pero como en este caso no hay luisones, este dato es meramente secundario
El cielo nublado daba al camino vecinal una oscuridad que apenas permitía divisar determinados bultos y movimientos. Así como algunos alertaron a Santiago, otros orientaron a su captor hacia su encuentro. Hay muchos cabos sueltos en la historia
Lo que se sabe es por boca del mismo Marcial, quien en jornada de tragos repitió la escena. Lo cierto es que cuando el fugitivo arribó a la intersección con la calle Sgto. Duré, ya en el barrio San Blas, recibió como un rayo una estocada en la espalda, presa de la confusión comenzó a correr siguiendo la calle Cerro León hacia las vías del tren.
Herido y asediado intentó entrar en algunos patios buscando ayuda, pero el pavor le impidió actuar con la serenidad necesaria y fue enredándose cada vez más en el desconcierto, fue entonces cuando llegó hasta la casa ubicada en la esquina de la calle Yegros, una típica construcción de fachada recta y simplificado estilo art deco, de las que todavía abundan en la ciudad.
Los perros del barrio que se alborotan por cualquier cosa encontraron una excusa de primer orden para ladrar con dramatismo extremo. El silencio de la noche se había roto definitivamente y era imposible que alguien siguiera durmiendo.
Santiago golpeó con vehemencia la puerta de entrada, sin recibir respuesta alguna. Los ojos abiertos y asustados de sus moradores se sobresaltaban con cada golpe, con los pedidos de auxilio cada vez más desesperados. Tampoco se abrieron las puertas de las casas aledañas, ni las ventanas. Nadie siquiera fisgoneó.
Entretanto, volvió a aparecer Ocampo con la sangre hervida por la adrenalina y el alcohol, y sin bajar de su caballo le asestó un segundo cuchillazo en la espalda que lo dejó de bruces. Santiago soltó un quejido que impuso un pesado silencio a su alrededor.
En seguida, sintió al violento azote del arreador de Marcial en su sangrante espalda. Cada latigazo era una detonación, un disparo, que lo iba desangrando irremediablemente hasta que exhaló su último aliento, justo cuando comenzaba a llover
Los vecinos fueron asomándose lentamente. Fue entonces que Marcial Ocampo, apeándose de su caballo, orinó sobre el cadáver todavía tibio imitando una cruz, como manda una superstición que de cumplirse ayuda al asesino a escapar de la persecución policial.
Hay quien asegura que los pequeños raudales que fueron formándose, siguiendo las huellas de carreta en la calle de tierra, se enrojecieron por la sangre expiatoria que llegó a muchos metros del lugar, aún más allá de las vía
Al día siguiente la ciudad se despertó con un segundo homicidio, que saldaba las cuentas del primero. La policía y el juez de paz cumplieron las formalidades de rigor, pero finalmente no tardaron en dar por cerrado el caso.
En el lugar donde cayó muerto Santiago se clavó una pequeña cruz de rojizo cedro, cubierta con un paño que no tuvo tiempo de perder su blancura, porque a los pocos días fue arrancada con la cruz. Desde entonces, según afirman muchos vecinos, en la casa de la esquina la vida se volvió insoportable.
Se hicieron constantes los movimientos y ruidos nocturnos, sin razón alguna. Sus dueños, a quienes también afligía el remordimiento de no haber ayudado a aquel hombre amenazado, se mudaron y vendieron el inmueble, que fue pasando por sucesivos propietarios.
La hermosa vivienda atraía siempre a nuevos ocupantes, pero estos duraban muy poco tiempo. En los días de amenazo -exageran otros- se sigue escuchando los ensordecedores golpes en la puerta, que no llegó a abrirse a tiempo.