Duelo con el Diablo en el Bar Totín
Les cuento otro caso extraño de la vieja Tacuaral.
Sucedió en el Bar Totín, un local emblema de la noche del pueblo. Ubicado en el corazón del populoso Barrio Santa Rosa, frente a la capilla del mismo. Ahí pasaron tantas cosas, pero como éste que les voy a contar, misteriosa y hasta aterradora, pocas. Ni yo mismo lo hubiera creído, a no ser porqué, de casualidad, lo presencié y sobreviví la experiencia. En razón de que muchos de los descendientes de los protagonistas son amigos, y por respeto a ellos, voy a cambiarles los nombres, para mantener el anonimato: Antonio era un artista conocido en la zona, allá por los años 70. Infaltable en las serenatas, en las reuniones y fiestas de la perrada. Cantaba bien, que hasta llegó a actuar en una radio de la capital y una época viajó a Buenos Aires. Pero nunca supo tocar ningún instrumento, nada. Un hombre tranquilo, que tomaba un poco de ari, como todo el mundo, y hasta se diría serio, que nunca se pensaría lo que había hecho. Tenía un pacto con el diablo, para convertirse en artista, porque había nacido sordo como tapia.
Le llegó la hora de entregar su alma a Satanás, con quien había firmado un contrato con sangre. Una brumosa madrugada, a orillas del lago Ypacaraí, con el viento silbando que agitaba las olas, fue llamado por el tenebroso personaje, para rendir cuenta de sus hechos y partir a los infiernos para siempre. Contrariamente a lo que uno podía suponer de cómo iba a ser físicamente el demonio, éste se materializó de repente frente a Antonio. Y era un hombre común y corriente de mediana edad, como cualquier otro. Ni por asomo tenía la famosa capa roja, ni cuernos ni cola. Le recordó a Antonio que mañana, al caer la noche, vendría para buscarle. Éste espantó, pero después se tranquilizó y le dijo:
-Pero si Ud. nunca me hizo famoso, don Satán.
-Y el otro, le respondió diciendo que “eso no le había pedido, que el convenio era para cantar bien y se cumplió”. Nada de qué quejarse, hombre, le aclaró Lucifer. Pero como le estaba cuestionando su poder le iba a dar una oportunidad: si vencía al mejor guitarrista del Averno, en un duelo de instrumentos quedaría liberado. Antonio entonces, le dijo, que ni sabía agarrar ni siquiera un organillo. El otro le dijo, que ese era su problema, pero hasta podía buscar un representante, con la condición de que si fallaba arrastraría a ambos. Antonio no tenía otra salida y aceptó.
Fue hasta la compañía Jugua Jhu, donde tenía un amigo joven llamado José’í Mbaraká, que manejaba notablemente cualquier cosa que sonaba a música, que podía ayudarle. Con la promesa de que le iba a presentar a su prima colegiante del Delfín Chamorro, la bella Eliodora, de quien estaba enamorado. Fue así que, con medias verdades lo convenció.
La cita tenía que ser esa misma fecha, en el pequeño escenario del bar Totín, bajo un inmenso mangal. A la hora señalada apareció Belcebú, con una comitiva pintoresca y siniestra, la que sería su hinchada. Eran personas normales, pero mirándolos fijamente se notaban que tenía cuernos bajos sus sombreros y ojos amarillos como linternas. Las chicas, que suponemos eran todas brujas, lucían esculturales y hermosas, pero cuando sonreían, brillaban sus colmillos, y carcajeaban como viejas milenarias. El guitarrista que trajo el Añá Ruvichá tenía el pelo largo hasta la cintura, no se quedaba quieto un instante, parecía una serpiente, y su flamante guitarra despedía relámpagos. Antonio trajo al jurado, compuesto por Antonio Nunes, respetado acordeonista, Moisés Delgado y Jorge Richer, que eran integrantes del conjunto “Los muchachos de antes”. Por el otro lado estaban, transformados en seres comunes, Drácula y Frankestein. En un ambiente tenso, con olor a azufre y caña, en medio de gritos, comenzó la competencia que era a muerte.
El “gallo” o sea el representante de Satán, era fantástico, imposible ganarle. En cambio, el muchachito sacó acordes maravillosos, como los dioses, tantas canciones como podía, con un repertorio variado y fantástico. Totin, en persona servía los tragos, mejor dicho, las botellas, ante el nerviosismo de los presentes. Como no había hasta ese momento vencedor, porque tocaban iguales, se decidió declarar triunfador a quien más tiempo resistía. Estuvieron hasta el amanecer, lo cual no convenía a los vampiros, que iban desapareciendo de sus mesas a medida que les tomaba la claridad primera del sol que se filtraba.
Al final, el representante del demonio se pichó, porque jamás ni en vida ni en la muerte había perdido, rompió su instrumento contra el piso, aulló como un lobo herido de rabia. Se incendió en el acto y salieron volando toda clase de bichos, que chillaban en el aire. Se esfumó. Al ganar José í, extenuando, pero feliz, el diablo, con la cara larga, contrariado, rompió en mil pedazos el contrato maligno. Antonio se liberó. Un episodio que no hubiera imaginado, pero la verdad es que participé, y eso me animó a compartir con ustedes, por más que resulte increíble.
Misteriosa Tacuaral.